a los que orbitan

un proyecto en forma de libro... una selección de textos agrupados... e ilustrados...
el desorden de un blog... las órbitas paralelas...
a los que orbitan...

monomanías y sinopsis

había una vez… una niebla ingrávida con un ligero olor a humedad que se filtraba cada año durante las tardes del mes de agosto en los engranajes de todos los relojes de la ciudad, empastándolos y haciendo que cada segundo durase exactamente el doble de su tiempo. Salvo una única ocasión, un sábado día nueve de cierto año bisiesto en el que los relojes se detuvieron por completo durante unos pocos minutos, generalmente procedía así. Algunas gentes (no eran muchas, sólo aquellas capaces de percibir en el silencio el ritmo de sus propios latidos), notaban un desacompasamiento raro entre éstos y los segunderos de los relojes, y anotaban mentalmente acudir al cardiólogo porque debido, seguramente al calor, sentían como si se les disparase el corazón. Por las noches, en las calles y parques, comentaban esta extraña e indemostrable dilatación temporal de las tardes de agosto entre angustiosas preocupaciones ventriculares, pero sin llegar a ninguna explicación lógica, ya que el propio sol ralentizaba también su movimiento, o quizá era aquel trozo de tierra el que giraba más lento durante unas horas.
Nunca nadie pudo explicarlo.
Cada noche, la niebla ingrávida y sin apenas olor ya (si acaso un olfato finísimo se cruzase en su migración podría percibir como mucho un leve regusto metálico), se retiraba lentamente de los relojes y atravesaba la ciudad hasta los márgenes del río, escondiéndose bajo el lecho de las ranas, cuyo croar rítmico se transformaba en una imitación superior y perfecta de los segunderos de los relojes.

a Plasencia

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