a los que orbitan

un proyecto en forma de libro... una selección de textos agrupados... e ilustrados...
el desorden de un blog... las órbitas paralelas...
a los que orbitan...

cuadriláteros

- … no te puedes despistar… no te despistes nunca... nunca… - decía con aliento entrecortado, incapaz de articular una frase más larga.
- …hagas lo que hagas… aunque tú lo intentes… todo… la gente es… ellos sólo… no tiene sentido… ningún sentido… es así… nunca te despistes, hijo… no importa…
Se asfixiaba en su discurso.
El niño miraba a su abuelo, moribundo entre las rayas de luz de atardecer que se filtraban a través de la persiana veneciana de la habitación del hospital, sentado en una silla de plástico rígido donde le habían dejado plantado hacía ya por lo menos una eternidad.
Tenía miedo de bajarse porque no llegaba bien con los pies al suelo. Tenía miedo de estar allí solo, en aquella penumbra de líneas con palabras raras flotando entre tubos, sondas, bolsas con líquidos, tubos y cajas de pastillas, flores artificiales y muchas sillas de plástico plegadas, como si cada día tuviese lugar allí una representación multitudinaria.
Prácticamente paralizado, casi ni pestañeaba, así que le miraba fijamentea los ojos, turbios como el agua de las acuarelas de la clase de dibujo. Por su mente cruzaba una sola frase, el deseo más importante del mundo: “Mamá, vuelve ya”.
- … no tiene sentido… ningún sentido… es así… nunca te despistes, hijo… no importa lo que hagas… ellos irán a por ti… ellos… todos… sólo verán lo malo… el día que te equivoques… eso es lo que verán…
Dificultad respiratoria.
Pequeños perdigones de saliva a trasluz que caen en la manta bordada con el nombre del hospital.
- …sólo eso… tu último error… años cumpliendo tu deber… nada importa… los últimos momentos determinan… determinan las cosas… debes recordarlo, hijo…


… no fue mi culpa…
… no lo fue…
… yo aseguré aquel andamio… siempre lo revisaba todo… cada puntal… uno a uno… siempre… dos veces… tres veces…
Giró la cabeza de manera brusca y cerró los ojos. Le deslumbraba una de las franjas solares que caía ahora desde las cejas blancas, pobladas, hasta el labio superior, pálido.
La arquitectura de tubos y sondas apenas se resintió, excepto aquel par que salían o entraban directamente de su nariz.
“Mamá, vuelve ya, no me importa el zumo, pero ven ya… ya…”, y con los codos rozó el abrigo materno, impregnado de perfume que aparcaba la única ausencia, en el respaldo de su silla rígida de la cual no podía escaparse.
Suave el forro interno de lana blanca.
Olor de abrazo a la salida del colegio.
Liberado de la fijeza de sus ojos turbios, pudo despegar la mirada hasta un cuadro de girasoles que presidía la cama, una lámina barata de amarillos y verdes, sobre todo amarillos exagerados de mediodía, que se dividían lineal e intermitentemente en zonas de claros y oscuros según la caída inexorable del sol.
- … Mauricio…. pobre… y su chiquilla… aquella mirada en el entierro…
no fue mi culpa… se cayó… no pudimos hacer nada… se murió en la acera… y no dijo nada…

… nada…

Contraía la cara arrugada, y entre las palabras emitía un ruido ronco, al inspirar y al expirar
- …
El ruido hacía cada vez más eco en la habitación, casi llegaba a solaparse…
giraba el cuello como si quisiera dárselo la vuelta 360 grados
- …
mantenía los ojos cerrados huyendo de la línea de sol
- …
Apretaba una mano de la que salía un tubo de plástico transparente pegado con esparadrapo
- …
Se abre la puerta sin cerradura de la habitación y comienza a entrar de espaldas una mujer de unos treinta años, pantalón vaquero, jersey de lana azul claro, pelo castaño, recogido en una coleta con una goma roja, zapatillas blancas de deporte.
Al girarse para sujetar la puerta pierde un poco el equilibrio y el eco del sonido ronco de los pulmones del anciano se escapa hacia el pasillo.
Lleva un bolso colgando, pequeño y marrón, y en las manos un zumo, un vaso de plástico con café y una bolsa de patatas.
Ese eco devastador…
Sabe que algo no va bien.
Deja lo que ocupan sus manos al lado de las flores artificiales y vuelve a salir de la habitación.
“Mamá, vuelve ya…”
- …
- …
- … … … … . . .
Vuelve a abrirse la puerta.
Un médico.
Una enfermera.
Una madre.
Todos, apresurados, revolotean.
Otra enfermera.
Y otra más.
Ya no hay eco.
Nadie se da cuenta de que el niño no puede bajarse de la silla él solo.
Que ya no tiene sed.
Que hace mucho tiempo que no quería estar allí.
Alza la vista y pierde su mirada entre girasoles de reproducción en serie.
Y no piensa absolutamente en nada.

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