la frutera sin limas
Un hombre se apoya en la esquina de la iglesia del barrio, mirando hacia arriba.
Los ojos negros de una camarera se quedan pegados a él, bajo el único rayo de sol.
Sus ojos negros le corroboran que es el hombre más guapo del barrio.
Dos kilos de limones desparramados en la báscula.
“¿Hoy tampoco tienes limas? Esta noche hay partido”, pregunta la camarera.
“Hoy tampoco tengo limas. Lo siento. Se me olvidó comprarlas”, responde la frutera.
“Voy a tener que cambiar de frutería. O tachar los mojitos de la pizarra”.
“Te regalo los limones, mujer. Mañana te traigo limas. Prometido”.
“Mañana también hay partido. Y pasado”, piensa la camarera.
Abrazada a sus limones se planta delante del hombre más guapo del barrio.
Él mira su teléfono y ella piensa que tampoco será aquel un padre para su hijo.
Un hombre se apoya en la esquina de la iglesia del barrio, mirando hacia arriba.
Los ojos negros de una camarera se quedan pegados a él, bajo el único rayo de sol.
Sus ojos negros le corroboran que es el hombre más guapo del barrio.
Dos kilos de limones desparramados en la báscula.
“¿Hoy tampoco tienes limas? Esta noche hay partido”, pregunta la camarera.
“Hoy tampoco tengo limas. Lo siento. Se me olvidó comprarlas”, responde la frutera.
“Voy a tener que cambiar de frutería. O tachar los mojitos de la pizarra”.
“Te regalo los limones, mujer. Mañana te traigo limas. Prometido”.
“Mañana también hay partido. Y pasado”, piensa la camarera.
Abrazada a sus limones se planta delante del hombre más guapo del barrio.
Él mira su teléfono y ella piensa que tampoco será aquel un padre para su hijo.
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